Por José Ángel Ocanto
La discusión sobre si la Historia se repite o no es vieja, y es materia que da abundantes argumentos tanto para los que piensan que sí, que es preciso conocer la Historia, tenerla presente, para no repetirla, como también sobran razones en auxilio de quienes niegan la posibilidad de semejante reciclaje de los tiempos.
Mark Twain le aplicó al asunto su rutinario humor: “La historia no se repite, pero a menudo rima”. Hegel si creía en la reincidencia de los hechos. Más severo y atormentado, Nietzsche, el mismo que proclamó la muerte de Dios, sugiere reemplazar el carácter lineal del tiempo por una concepción circular y eterna.
Lo cierto es que pueden verificarse con cierta nitidez eventos y personajes que, en diversos planos históricos, guardan cierta estrecha relación. Eso hizo posible que Plutarco escribiera los célebres tomos de su Vidas paralelas, obra en la que, por ejemplo, describe la gran similitud entre Demóstenes y Cicerón.
Todo este menjurje retórico viene a cuento para apuntar que hace 2.000 años, en el siglo segundo de nuestra era, se convirtió en emperador de Roma un impresentable sujeto llamado Lucio Aurelio Cómodo. Aunque de él sí se sabe con certeza dónde nació: en Lavinio, provincia portuaria al sur de la capital imperial.
Cómodo, hijo del emperador Marco Aurelio, militar probado y filósofo, no ascendió al trono gracias a su talento político o destreza militar, de los que jamás haría gala, y mucho menos escogido por sus lauros intelectuales o morales, sino por obra de una drástica merma en la descendencia masculina de su padre. La muy fértil y al parecer muy alegre Faustina le había dado a Marco Aurelio trece vástagos, pero Cómodo fue el único varón en sobrevivir al soberano. En su sangre, en sus afectos más íntimos, acechante el codicioso mazo del Diablo, el emperador no encontró más opción. Tenía 58 años.
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Es casi la misma edad de Hugo Chávez cuando, en abril de 2012, en dramática cadena de radio y televisión le habló de su cáncer al país y participó que en caso de “una circunstancia sobrevenida”, Nicolás Maduro sería su heredero y sucesor. Así de terrible debió haber sido la desconfianza que le inspiraba el resto de aspirantes. Asistimos en la práctica, a la instauración de una era cuasi monárquica, aderezada ahora con ocurrentes delirios de dinastía. De eso, de la sucesión, hace ya doce años, y, he aquí otra posible muestra del paralelismo que nos ocupa: Maduro está a punto de alcanzar en el poder un número similar de años que Roma soportó a Cómodo: trece. Eso sí, es perfectamente claro que una elección pulcra, verdadera, se lo impediría.
Cómodo, que encontró a Roma en un aceptable nivel de vida, ofreció inaugurar una Edad de Oro, algo así como prometer, aquí, un milagro económico, motores productivos, pobreza cero, meter en cintura la inflación y el dólar; quiso transmitir la impresión de que su reino sería eterno (¡no volverán!), pero con él no se inició sino el proceso de caos y decadencia que acabaría con el Imperio romano. La escasez de alimentos menudeaba. Amén de su incapacidad militar, de su gris hoja de servicios sin el más mínimo rastro de épica ni de gloria, Cómodo, a quien los cronistas coinciden en atribuirle las tachas personales de simplicidad y cobardía, mostró un absoluto desapego hacia las obligaciones de gobierno y las delegó en terceros, favoritos enchufados que hacían el trabajo sucio y se enriquecían a manos llenas. Devaluó la moneda. Buscó acallar toda expresión de descontento mediante el garrote de la violencia y el miedo. Todo quien chillara tenía asegurada la muerte, la cárcel o el destierro. Cuando se trataba de alguien prominente, quedaba anotado en la Lista de Proscripción y lo borraban de los registros públicos. En la misma medida de su atrevida ineptitud, sus rasgos autoritarios se volvieron más depravados. En suma, según Dion Casio, “tras un siglo de oro llegó uno de hierro y óxido”.
Cómodo asumió las riendas del Imperio sin estar preparado. Su padre, es verdad, le procuró una esmerada educación, pero los años de iniciación en el estoico ascetismo fueron para él no el rico manantial que Alejandro el macedonio halló en las fuentes del pensamiento de su maestro Aristóteles, sino una estorbosa camisa de fuerza de la que ansiaba zafarse cuanto antes. No había cabida para la filosofía ni para los filósofos en su palacio, ni en su árido espíritu. En presencia de Cómodo, los derechos políticos de una Corina Yoris tampoco habrían sido reconocidos. Él la habría declarado inhabilitada por contagio.
Y, a sabiendas de que estaba urgido de recomponer su maltrecha legitimidad y asegurar reconocimiento, al fin, como una divinidad, como una encarnación del mitológico Hércules, Cómodo decretó 14 días de juegos en los que, algo jamás presenciado en la metrópolis, bajaría a la arena del anfiteatro como gladiador. Gradas frenéticas lo verían batirse en duelo a muerte frente a temibles luchadores. Recibió adiestramiento físico, pero tampoco esta vez el inmaduro e inescrupuloso histrión llegó a estar listo; sin embargo, ¡venció a sus oponentes en la fecha y condiciones fijadas por él! La indignación debió alcanzar ribetes monumentales en toda Roma, al descubrirse el fraude: los rivales del emperador, esclavos temerosos, o soldados heridos en batalla, o lisiados escogidos para la ocasión, habían sido dotados de espadas sin filo, eran contendores de mentira, muchos de ellos muertos, aun desarmados, durante los entrenamientos, por la mano del invicto emperador. Curiosamente, ha sido documentado que Cómodo era zurdo.
Fue un pensador que cojeaba por ese mismo lado ideológico, Carlos Marx, quien prescribió que “la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa”. La farsa, la trágica opacidad de aquí, llega al punto de llamar a elección en una fecha que conmemora una muerte ocurrida no se sabe cuándo, pero lo más probable es que no ese día. En todo caso evoca fatalidad. La acendrada superstición de griegos y romanos de la antigüedad, no lo habría permitido jamás. Trece candidatos, uno por cada año del reinado de uno y otro Cómodo, pareciera anticiparnos el fin de una era de oprobio. Oponentes con espadas sin filo. Esclavos de una misma componenda. Remedos de gladiadores que caen agradecidos. Uno, incluso, con apellido de roedor. Sobre el mayor de ellos pesa desde la ultratumba la amenaza de Chávez de borrarlo del mapa político venezolano.
Sí, la historia es una revelación, nos alumbra y anticipa. Estamos a tiempo de no repetirla.