Por Alejandro Armas

De las disputas fratricidas en la oposición venezolana y sus efectos nocivos en el desempeño de la misma como movimiento político he escrito no pocas veces. Ante un dramatismo que a menudo no tiene nada que envidiar a la confrontación entre Eteocles y Polinices pero que, tal como en el montaje de Esquilo, tiene mucho de histriónico (hostilidad exagerada para la diversión de las barras), es fácil sentir asco por un carnaval de mezquindades, banalidades y mediocridades tan triste.

Pero por otro lado, incluso los más exasperados por la falta de cohesión opositora debemos admitir que hasta la consolidación de este régimen como un autoritarismo pleno, hacia 2016 o 2017, tal unidad era algo mucho más fácil de concebir. Aquel momento, marcado por el prospecto horroroso de un gobierno sin ninguna disposición a ceder el poder democráticamente, con todo lo que ello implica en términos de ambición personal, o incluso de integridad física, para todo el que aspire a hacer política por fuera de la elite chavista; aquel momento, digo, fue un parteluz. Antes, si bien hubo choques metodológicos entre facciones, había al menos una coincidencia sobre lo que significaba ser opositor. Ahora ni eso. La polémica es ontológica. Se habla por lo tanto, no de una oposición, sino de varias oposiciones. O, en la terminología de mi preferencia pese a lo largo, grupos que se identifican como “oposición”. De ahí que sea bastante común ver acusaciones de “falsa oposición” formuladas por alguno de estos grupos hacia los demás.

Pero, ¿realmente puede un bloque político venezolano atribuirse para sí el monopolio sobre la condición opositora? Ciertamente es problemático que actores políticos en competencia por el favor de las masas se crean dueños de la virtud. Eso siempre apesta a autoritarismo. No obstante, tampoco podemos dejarnos llevar por un relativismo perezoso que deje la semántica a la buena de Dios y que avale el reconocimiento como opositor para cualquier persona, por el mero hecho de que así se identifique. No lo permite la cautela requerida para planificar y ejecutar la titánica labor de presionar a la elite chavista hacia la restauración de la democracia y el Estado de Derecho.

Seguramente cualquier intento de distinguir quién es opositor y quién no lo es será tildado de arbitrario, defectuoso e ilegítimo por el lado perdedor de la inecuación. Ya puede uno escuchar los gimoteos del tipo “¿Y quién eres tú para decidir eso?”. Para desarmar los señalamientos de falacia ad verecundiam, no queda más remedio que apelar a hechos que deberían ser axiomáticos, pero en los que es necesario insistir. Porque, repito, la crisis es ontológica, producto a su vez de los entuertos infernales de la política venezolana. Una pesadilla sartreana de la que solo se puede despertar mediante un acto afirmativo que quizá luzca a primera vista ridículo, pero que resalta la autenticidad del ser opositor en Venezuela. De eso se trata: autenticidad.

Lo primero que hay que hacer es una tautología: opositor es quien se opone. Es decir, quien hace resistencia. Quien actúa con miras a que la voluntad de otro no se haga realidad. Ya que es una acción observable, podemos establecer grados, no cuantificables pero sí calificables. A partir de este fundamento, distingo tres categorías en el espectro de grupos que se hacen llamar “opositores”. Por medio del presente artículo espero que quien lo lea comparta la tricotomía. Se trata, por supuesto, de tipos ideales en el sentido de Max Weber. Los casos concretos (partidos políticos, entes de la sociedad civil que actúan políticamente o incluso corrientes de opinión pública) pueden moverse entre dos de ellos. La toma de decisiones prácticas sobre como lidiar con un factor ambiguo puede por lo tanto ser difícil, pero necesaria.

Tenemos entonces en primer lugar a la “oposición pro sistema”. Esta reconoce la naturaleza autoritaria del régimen, lo denuncia constantemente y considera que es urgente un cambio de gobierno. Pero al mismo tiempo ve posible y preferible lograr tal objetivo desde adentro de las instituciones que el chavismo controla. Ganarle en su propio juego, por así decirlo. Por eso se inclinan por la participación constante en elecciones, sin importar la magnitud de unos vicios que admiten pero que consideran permeables. También valoran la presencia de actores opositores en los entes del Estado, pues a su juicio eso permite que los mismos no favorezcan tanto al chavismo. Su proyecto bandera fue en tal sentido el directorio del Consejo Nacional Electoral con dos rectores disidentes, que el chavismo acaba de implosionar. Tienen además una fe al parecer inquebrantable en el diálogo con el gobierno como forma de lograr cambios importantes para bien, aunque sea sin condiciones. Podemos contar entre sus miembros a Primero Justicia (sobre todo a la facción que gira en torno a Henrique Capriles, hoy evidentemente dominante), Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo.

Nuestro segundo grupo es la “oposición anti sistema”. Es el que más a duras penas se le puede desconocer su carácter opositor, aunque se esté en desacuerdo con sus métodos. No en balde sus críticos los suelen tildar de “radicales”, porque son los que favorecen las técnicas más confrontacionales. Para ello se justifican alegando que las vías institucionales que defiende la oposición pro sistema están bloqueadas. Ven poco o nulo beneficio en la “ocupación de espacios”, el diálogo y la participación electoral, al menos si no van acompañadas de formas de presión que están por fuera del Estado dominado por el chavismo. Dichas presiones sí las consideran indispensables. Incluyen la protesta ciudadana y las sanciones internacionales. Algunos de ellos incluso han clamado abiertamente por una intervención directa extranjera que desaloje forzosamente al gobierno. En este conjunto se encuentran Voluntad Popular, Vente Venezuela, la Causa R, Encuentro Ciudadano y Alianza Bravo Pueblo.

Por último está el grupo que sí podemos considerar, sin temor a equivocarnos, una oposición de mentira. Se trata de organizaciones obviamente cooptadas por el chavismo aunque no tengan franelas de ningún partido del Gran Polo Patriótico. En varios casos recibieron algún beneficio del poder y a cambio se volvieron sus colaboradores. Ahí están aquellos señores que, como diputados a la Asamblea Nacional y a cambio de lo inconfesable, estuvieron muy activos en un intento de blanquear ante autoridades extranjeras los negocios de Alex Saab. O los que recibieron de un Tribunal Supremo de Justicia subordinado a la elite gobernante las riendas y símbolos oficiales de partidos genuinamente opositores, en contra de los deseos de la mayoría de sus militantes; partidos que, casualmente, de inmediato se volvieron mucho más alineados con el chavismo. Son sujetos que ni siquiera denuncian el autoritarismo y la corrupción gubernamentales. Actúan como si en Venezuela hubiera democracia y se abstienen de hacer cualquier cosa que moleste al chavismo. En otras palabras, nunca se le oponen. Volviendo a nuestra tautología, no son opositores. De hecho, van más allá. Cooperan directamente con el chavismo en la preservación del statu quo. Copian al pie de la letra el discurso de Miraflores (“Las sanciones son culpables de la pobreza” y así). Participan en la supresión de disidentes notables. Lo acabamos de ver con la inhabilitación de Maía Corina Machado, cuyo vocero fue José Brito. Cabe mencionar que en este grupo también podemos incluir a partidos que, si bien no estuvieron involucrados en el affaire Saab ni en las argucias del TSJ, se han coaligado con quienes sí lo estuvieron e insisten en reivindicarlos como “opositores” aun hoy. Por ejemplo, Avanzada Progresista.

Me parece que este último grupo perdió a perpetuidad cualquier beneficio de la duda. Ni aunque cambie radicalmente su discurso será digno de la confianza que exige tomar parte en la causa democrática venezolana. El empeño que algunos ciudadanos tienen en “sumar” como sea para así evitar “divisiones” debería repasar las lecciones escolares de aritmética hasta caer en cuenta de que la suma de un número negativo es en realidad una resta. En cambio, a pesar de años de recelo, todavía es posible un concierto de la oposición pro sistema y la anti sistema. Tal vez hasta sea necesario para que la oposición real, como un todo, tenga suficiente poder como para cumplir sus objetivos.

Fuente: RunRunes