Por Alejandro Zerpa

En Venezuela, la violación de los derechos humanos no es un accidente, ni un exceso de funcionarios aislados. Es un sistema. Un aparato diseñado para reprimir, quebrar y eliminar cualquier amenaza al poder. La tortura no es un error; es una orden. La desaparición forzada no es un fallo burocrático; es una estrategia. El asesinato no es un exceso; es un mensaje.

Prisiones convertidas en cámaras de tortura

Los centros de detención en Venezuela no son cárceles, son mazmorras. En la sede del SEBIN, la policía política del régimen, las celdas de castigo son tan pequeñas que los presos no pueden acostarse ni sentarse con comodidad. No entra la luz, no corre el aire. Pero lo peor no es la claustrofobia, es el sonido. Los gritos de los que están siendo torturados resuenan en los pasillos, perforan los muros, se clavan en la mente de los detenidos como un aviso: “tú eres el siguiente”.

En la DGCIM, la Dirección de Contrainteligencia Militar, los métodos son aún más brutales. Golpes con objetos contundentes, asfixia con bolsas de plástico, descargas eléctricas en los genitales, simulacros de ejecución. La consigna es clara: el enemigo interno no tiene derechos, solo tiene una opción, someterse o morir.

Asesinatos con uniforme y con impunidad

Las fuerzas de seguridad han convertido el asesinato en una rutina. Según informes de la ONU, miles de personas han muerto en ejecuciones extrajudiciales. Jóvenes de barrios humildes son señalados como “delincuentes” y asesinados en sus casas, frente a sus familias, en supuestos enfrentamientos que nunca ocurrieron.

Las FAES, el antiguo cuerpo de exterminio del régimen, que actuaba con absoluta impunidad. Entraban en los barrios, sacando a los hombres de sus casas, los arrodillaban, les disparaban en la cabeza y después plantaban armas junto a sus cuerpos. Nadie investigo. Nadie se atrevio a hablar. La muerte es un mensaje, un recordatorio de quiénes mandan.

Desapariciones y persecución política

No hay límites. No hay líneas rojas. Los perseguidos políticos no solo son arrestados, son desaparecidos. Durante días, semanas o meses, sus familias no saben dónde están, si siguen vivos, si han sido trasladados a una celda o a una fosa.

Ser opositor, periodista, activista o simplemente no aplaudir lo suficiente puede convertirte en un enemigo del Estado. La venganza no se limita al individuo. Si un disidente huye, el régimen persigue a su familia. Esposas, hijos, padres. Todos son rehenes.

Un país donde el hambre es un arma

La represión no solo es balas y golpes. El hambre es un arma igual de efectiva. En un país donde los salarios no alcanzan ni para una caja de huevos, la comida se convierte en control. Quien depende del Estado para alimentarse no puede protestar, no puede quejarse, no puede rebelarse.

El carnet de la patria, una identificación que controla el acceso a bonos y alimentos, es el grillete moderno del esclavo. Si hablas demasiado, si votas mal, si te quejas, te bloquean. La miseria es una política, no una consecuencia.

Conclusión: Un Estado criminal

Venezuela no es un Estado fallido. Es un Estado criminal. No es un país en crisis, es una dictadura que ha perfeccionado el arte de la represión. No hay derechos, solo permisos. No hay justicia, solo venganza. No hay vida, solo sobrevivencia.

El mundo ha visto, ha documentado, ha denunciado. Pero el régimen sigue ahí, intacto, impune. La pregunta es: ¿cuánto más debe soportar un pueblo antes de que el mundo haga algo más que mirar?