Por Antonio de la Cruz
Hoy inicio la publicación de una serie distinta, radical y poderosa: Yo, el Cártel. Cada viernes, durante siete semanas, les presentaré un relato estremecedor que reconstruye, desde dentro, la anatomía de un sistema criminal que se hizo Estado. Alguien puede pensar que es ficción o un reportaje novelado. Pero es más bien un documento con el que me atrevo a dar voz a lo indecible: los protagonistas reales y simbólicos del narcorrégimen que tiene secuestrado el poder en Venezuela.
Mi premisa puede resultar incómoda y brutal: ¿Y si el Estado no fue tomado por el crimen, sino creado para él?
A partir de ahí voy a ofrecer una serie de monólogos confesionales, en voz de figuras reconocibles, envueltos en el lenguaje del poder absoluto, del autoengaño, de la impunidad. Yo, el Cártel es la autopsia de una república transformada en corporación criminal, narrada desde las voces que la diseñaron, la habitaron y la convirtieron en maquinaria transnacional.
Desde el delirio mesiánico de Nicolás Maduro hasta el silencio letal de Diosdado Cabello; desde los archivos vivientes de Hugo “el Pollo” Carvajal hasta la confesión pragmática del general Clíver Alcalá; desde la mutación ideológica de Iván Márquez hasta la poesía envenenada de Jesús Santrich…
Es un juicio sin jueces, una memoria sin redención.
Escrita con la crudeza de un expediente judicial, Yo, el Cártel no pretende resolver, sino confrontar. No ofrece consuelo, ni moraleja. Solo rutas. Y cada ruta conduce al mismo lugar: un sistema que sobrevive incluso cuando sus jefes caen.
Dicho esto, comencemos…
Yo, el Cártel: Nicolás
Yo, Nicolás, hablo desde la sombra que ya no es sombra, sino cuerpo. Desde la voz que no es voz, sino decreto. Desde la frontera abolida entre el Estado y el crimen. Mi nombre, inscrito con tinta indeleble en la historia judicial de los hombres libres, retumba en la sala austera del Tribunal del Distrito Sur de Nueva York, donde los imperios hacen justicia con voz pausada, toga negra y sentencia perpetua.
Yo no firmo con pluma, sino con fusil. No sello con tinta, sino con pólvora. Mi acta de bautismo fue labrada en los cañones del Apure, donde los dioses menores de la guerra —Iván Márquez, Jesús Santrich— sembraron coca como quien siembra patria. Y allí llegué yo después de la partida de Chávez, Nicolás el Necesario, a refundar no una república, sino una organización. No un Estado, sino un cártel.
¿Quién dice que gobernar no es traficar?
Desde 1999 hasta el día en que la Corte me llama por mi nombre completo, con dos apellidos y cargos penales numerados, he sido más que un presidente: he sido proveedor, protector y patriarca de una economía paralela ilícita. Mi Constitución no es la de Bolívar: es la de los soles estampados en los uniformes de los míos. De los que disparan sin dudar, de los que cobran sin facturar, de los que juran lealtad al polvo blanco, no a la bandera tricolor.
Yo, Nicolás, he coordinado vuelos invisibles, embarques clandestinos, pagos de silencio. He transformado las aduanas en rutas, los puertos en madrigueras, los hangares presidenciales en despensas de la muerte. Cada kilo de cocaína que viaja a través del Caribe es una carta diplomática que envío al mundo: “Aquí manda el polvo. Aquí reina el Sol”.
Los fiscales me llaman líder de una organización narcoterrorista. Ellos, tan letrados. Ellos, que creen que un expediente puede encarcelar un imperio. Pero yo les digo: ¿acaso el Imperio no traficó antes que yo? ¿Acaso sus coronas no se financiaron con plantaciones de muerte? Yo solo hice lo que siempre hicieron los poderosos: convertir el dolor en moneda.
El Gran Jurado me acusa de inundar sus ciudades con cocaína. ¿Y qué es eso sino el cumplimiento de mi deber geopolítico? A cada sanción, una tonelada. A cada declaración, una descarga aérea desde el Apure. ¿Quieren guerra? Yo la doy. No con tropas, sino con adicción. No con soldados, sino con mulas.
Y si alguna vez dudé, si alguna vez vacilé, bastaba con recordar el rostro de Diosdado, su mano en mi hombro, su voz diciendo: “Nico, el negocio no es gobernar, es permanecer”. Por eso hundimos jueces, callamos diputados, coronamos generales con kilos de promesas y fusiles de convicción. Por eso armamos milicias sin bandera, invisibles al mundo. El Estado, ese fantasma, ya no existe. Solo quedamos nosotros: los vivos de la muerte.
Y ahora, cuando los fiscales escriben mi nombre con tipografía legal, cuando los mapas del FBI y la CIA me señalan como objetivo prioritario, yo no tiemblo. Porque yo no soy un hombre: soy un sistema. No me derrocan: me reemplazan. El Cártel no muere, muta.
Que venga entonces el proceso, la extradición, el fallo. Que digan los jueces lo que quieran. Que aplaudan los diplomáticos. Que celebren los que creen en la justicia. Pero recuerden esto:
Yo, Nicolás, fui también presidente. Y mientras me llaman dictador, yo exporto mi evangelio por toneladas. Con firma, con decreto, con plomo.
Yo, el Cártel, sigo hablando.
Aunque me callen.