Por Héctor Alejandro Zerpa González
En Venezuela no hay libertad, hay licencia para delinquir si eres amigo del poder. Lo que impera no es una república, sino un sistema mafioso que confunde impunidad con soberanía, chantaje con justicia, y libertinaje con derechos. Vivimos bajo una dictadura que secuestró el lenguaje para pervertir su significado: llaman “paz” a la represión, “diálogo” a la rendición, “reconciliación” a la traición, y “liberación de presos políticos” a una estrategia para oxigenarse y reciclarse sin pagar jamás por sus crímenes.
Mientras el ciudadano común sufre, huye o muere, la maldita élite política y militar venezolana se da el lujo de reinventarse cada cierto tiempo. Lo hacen con cinismo, sin pudor, entrando y saliendo por esa puerta giratoria del infierno, donde los mismos que torturaron, encarcelaron y mataron hoy se presentan como demócratas, críticos del régimen o líderes de una transición que ellos mismos impidieron.
No es coincidencia. Es un patrón. Una operación. Un mecanismo perverso para diluir la memoria y garantizar impunidad.
Ahí están: los represores de ayer, hoy convertidos en “perseguidos políticos”. Los jueces corruptos que firmaban sentencias exprés, hoy exiliados dando clases de derechos humanos. Los militares que dirigieron masacres, hoy posando como patriotas arrepentidos. Y lo peor: los mismos funcionarios que torturaron jóvenes estudiantes en El Helicoide o en La Tumba, hoy gozan de protección internacional y de los aplausos de organizaciones que, en su ignorancia o complicidad, les abren las puertas.
¿Y los presos políticos de verdad?
Los que dieron la vida por denunciar, por marchar, por no callar.
Los que llevan años enterrados vivos, incomunicados, torturados, degradados.
Los que no pactaron, no negociaron, no se vendieron.
A esos los dejan pudrirse.
Pero cuando a la dictadura le conviene lavar su cara ante el mundo, libera a uno o dos, los exhibe como trofeos, y luego encierra a cinco más. Es un juego macabro de entradas y salidas. Una ruleta rusa donde el preso político es usado como ficha de cambio, como carnada diplomática, como señuelo humanitario. Y mientras unos celebran la liberación de uno, el aparato represivo ya está fabricando los expedientes del próximo.
Esto no es libertad. Es chantaje. Es terrorismo de Estado.
El libertinaje, en cambio, lo gozan los criminales.
Los testaferros que robaron miles de millones de dólares pasean en yates en Europa.
Los capos de la droga que operan desde el alto mando son tratados como figuras de Estado.
Los hijos del régimen viven en Miami, Madrid o Buenos Aires con apellidos falsos y tarjetas de crédito infinitas.
Y los verdugos de uniforme, los que dispararon contra el pueblo el 11 de abril, en 2014, en 2017, en 2019 o en 2025, siguen allí, intactos, o disfrazados de “disidentes”.
Esa es la maldita puerta giratoria: por un lado entran los inocentes, los luchadores, los mártires, los estudiantes. Por el otro, salen libres y limpios los corruptos, los torturadores, los traidores que se reacomodan con cada giro de la rueda política.
Nos están vendiendo una falsa transición. Nos quieren hacer creer que la democracia está en camino porque un par de fichas han cambiado de lugar. Pero no. No es transición, es rotación de verdugos. No es reconciliación, es reciclaje de poder. No es perdón, es complicidad.
En este país nadie ha pagado por las muertes de la masacre del Junquito, ni por los estudiantes asesinados, ni por los desaparecidos en las protestas. Nadie ha rendido cuentas por los crímenes de lesa humanidad documentados por la ONU. Nadie ha devuelto un solo dólar de los que robaron. Pero todos tienen discursos listos, micrófonos abiertos y asientos reservados en la “nueva Venezuela” que están construyendo sobre los huesos de quienes no se rindieron.
Y ahí está la trampa: nos quieren convencer de que hay que mirar hacia adelante, que hay que pasar la página. Pero no hay futuro posible sin justicia.
No se puede reconstruir una nación sobre la impunidad.
Por eso escribo esto. Porque no me resigno. Porque no me da la gana de ver cómo los responsables de nuestra desgracia se reinventan como salvadores. Porque me niego a callar mientras los verdaderos presos de conciencia siguen sufriendo en celdas inmundas. Porque me duele ver a la comunidad internacional, a ciertos medios, a supuestos defensores de los derechos humanos, premiar a los victimarios si se cambian la chaqueta.
Esta no es una columna para gustar. Es para incomodar. Es una bofetada a la comodidad diplomática, al falso progresismo, a la oposición tibia, al olvido cómodo.
Es una advertencia: no hay justicia posible sin memoria.
Y no habrá libertad verdadera mientras sigamos girando en este carrusel de complicidades.
La libertad no es un premio. Es un derecho. Y si hay que luchar por ella, entonces que sea sin concesiones, sin medias tintas, sin perdón a los culpables. Porque Venezuela no necesita diálogo con los verdugos. Necesita justicia para sus víctimas.
Fuente: Héctor Alejandro Zerpa